Apuesto a que todos conocéis a alguien que conviva, en su propia piel o en su entorno inmediato, con un trastorno mental (léase, por ejemplo, depresión, ansiedad o trastorno por déficit de atención e hiperactividad). De hecho, dadas las alarmantes estadísticas al alza, las probabilidades de que seáis vosotros mismos son ciertamente altas.
Y supongo que coincidiréis conmigo en que, lamentablemente, la eficacia de los parches y terapias que ofrecen tanto la psiquiatría como la psicología dejan mucho que desear. A pesar de todos sus esfuerzos, a menudo solo logran «maquillar» los síntomas más obvios sin apenas rozar la causa que los originó. Ante esta decepcionante tesitura… ¿qué pensaríais si os dijera que la nutrición, en ocasiones, tiene la capacidad de curarlos? ¡La idea no es mía!
Sabed que el Dr. Walsh (el experto en bioquímica cerebral que os presenté aquí) y la Dra. Brogan (la psiquiatra que confiesa no haber curado nunca un trastorno mental hasta que dejó de prescribir medicación y que alabé aquí) no están solos en la lucha a favor de un cambio de paradigma en el tratamiento de los trastornos mentales. Quiero presentaros a la Dra. Julia Rucklidge, profesora de psicología clínica en la Universidad de Canterbury, líder de su propio grupo de investigación, el Mental Health and Nutrition Research Group (que se traduce por Grupo de Investigación en Salud Mental y Nutrición) y autora de una larga lista de referencias que auguro contribuirán a sentar las bases de la terapia nutricional del futuro.
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Y es que el óptimo funcionamiento de nuestros cerebros depende, en parte, de que dispongan de las moléculas que necesitan para sintetizar las enzimas, hormonas y neurotransmisores que rigen sus rutas bioquímicas. Ni el mejor antidepresivo logrará aliviar una apatía causada por niveles deficitarios de vitamina B6, ni la mejor intervención psicológica apaciguar unos súbitos cambios de humor provocados por una necesidad no satisfecha de magnesio.
Los cerebros desnutridos, sencillamente, no funcionan
Eso sí, hay que subrayar que no todos los trastornos mentales son consecuencia única y exclusivamente de una nutrición deficiente o desadaptada a las particularidades nutricionales propias de cada uno (como sus requerimientos individuales de micronutrientes o su capacidad de absorción de los mismos). La exposición a sustancias tóxicas (o una habilidad menguada para librarse de ellas), las condiciones ambientales desfavorables (léase aislamiento y pobreza), así como las experiencias traumáticas o violentas, pueden constituir en sí mismas todo un reto para nuestra salud mental. Aclarado esto… Insistiré hasta la extenuación (y más allá) en la importancia crucial de hacer lo posible (y un poquito más) para que nos aseguremos de que nuestras elecciones dietéticas diarias micronutren nuestro cerebro. Y es que uno de los puntos flacos de nuestras dietas, más allá del eterno debate alrededor de los óptimos porcentajes de macronutrientes (sobre si hay que hincharse a carbohidratos o si las grasas son la panacea universal y las proteínas un arma mortal), es su aporte deficitario en vitaminas y minerales.
Nuestros micronutrientes de cada día
Imagino que por la mañana picáis algo antes de sumergiros en vuestros quehaceres cotidianos. También asumo que preferís salir a la calle con la mente alerta, lúcida, sosegada y feliz. Pero, ¿os habéis preguntado alguna vez si ese desayuno le ha aportado a vuestro «maestro de ceremonias» todo lo que necesita para funcionar en óptimas condiciones?
(Y, obviamente, no me refiero a ese «azúcar» sin el que muchos creen que el cerebro poco menos que «muere de inanición».)
Por lo pronto, para lograr esos deseables estado de ánimo y capacidad de concentración, necesitaréis (mínimamente) que vuestros niveles de serotonina, noradrenalina, GABA y dopamina estén equilibrados. Y eso solo será posible si disponéis de las moléculas que vuestro cuerpo necesita para sintetizarlos. La ruta bioquímica de síntesis de serotonina, por ejemplo, requiere cobre, vitamina B6, hierro y molibdeno. Y ese recurrente croissant (aparte de que os hace otros flacos favores), no los ha visto ni en pintura.
¿Quiere esto decir que nuestra paz espiritual y rendimiento cognitivo varían en función de cada bocado que elijamos? No, afortunadamente, no. Nuestro cuerpo dispone de sistemas de reserva de micronutrientes muy efectivos. El problema surge cuando le privamos reiteradamente de los refuerzos dietéticos regulares que necesita para mantener bien surtidos sus «almacenes» (abarrotándole, en el proceso, de calorías vacías que lo engordan sin nutrirlo, lo que a su vez aumenta sus requerimientos de los mismos micronutrientes que le negamos). Si desayunamos ese habitual croissant, elegimos unas patatas fritas para picar a media mañana, almorzamos pasta con una salsa industrial de las que no caducan, merendamos un bollito de un sospechoso color rosa y pedimos pizza a domicilio para cenar, obligamos a nuestro cuerpo a recurrir reiteradamente a sus reservas… hasta que se acaban.
Y empiezan los problemas
Si privamos a nuestro cerebro de los nutrientes que necesita, inevitablemente acabará por manifestar una serie de síntomas (tardará más o menos según nuestros genes nos hagan más o menos vulnerables), como la apatía, la letargia, la depresión, la incapacidad para concentrarse y el retraimiento social.
Así que no sorprende que la epidemia de trastornos mentales que vivimos coincida con el boom de la comida ultra-procesada, increíblemente calórica pero con un aporte ínfimo de nutrientes. Y no es una mera «observación», ni una «opinión», ni siquiera es una «asociación», es una
probada causa-efecto.
Ya se han publicado más de una decena de estudios epidemiológicos longitudinales que correlacionan patrones dietéticos y salud mental. Y todos coinciden en sus conclusiones: a más consumo de ultra-procesados, mayor prevalencia de trastornos mentales. Incluso existen ya ensayos clínicos aleatorizados en los que se ha probado causalidad (demostrando que la manipulación controlada de los patrones dietéticos de los participantes provoca cambios estadísticamente significativos en su salud mental). Adivinad en qué sentido van las flechas… Curiosamente, a más comida de verdad rica en micronutrientes, menos trastornos mentales… y viceversa.
Eso sí, a pesar de toda la evidencia que empieza a acumularse, los psicólogos y psiquiatras suelen trasladar a la Dra. Rucklidge una misma inquietud. Si bien aceptan que un adecuado consumo de nutrientes tiene el poder de mejorar algunas condiciones psicológicas leves, también asumen que los trastornos graves requieren administrar una medicación poderosa. Y ella ineludiblemente responde con la siguiente reflexión:
Lo único que diferencia a la abeja reina de las obreras… es lo que come
Es el poder de la nutrición lo que convierte a una obrera estéril en una abeja reina colosal. Ambas comparten genes y coinciden en ambiente, tiempo y espacio. Lo único que las diferencia, lo único que transforma a la reina en una abeja enorme y fértil, es la jalea real. Así que la respuesta es «no». El hecho de que el trastorno mental pueda ser etiquetado como «grave» no lo descalifica para ser curado con una nutrición adecuada.
¿Quiere esto decir que todos los problemas psicológicos y psiquiátricos pueden curarse con una nutrición acorde a quien los padece? No, lamentablemente, no. La propia Dra. Rucklidge calcula que cerca de un 20% de los pacientes no responden a la terapia nutricional, mientras que aproximadamente un 50% muestra mejoras sólidas dignas de enmarcar. Así que, en mayor o menor grado, alrededor de un 80% de las personas alivian significativamente su sintomatología psicológica con meros cambios dietéticos (lo que constituye un porcentaje de respuesta superior al de muchos psicofármacos), sin incluir efectos secundarios adversos en el paquete.
Así que bien vale la pena que empecemos a ver la terapia nutricional como lo que realmente es: una herramienta inocua pero portentosa, casi tanto como la propia jalea real.
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