No niego que los antiguos romanos fueron unos auténticos adelantaos’ en muchas cosas, pero cierta tendencia a inspirarse en sus vecinos griegos sí mostraban. Parece ser que no le tenían especial aprecio a las ostras, almejas y otras nutritivas «moluscas» hasta que empezaron a disfrutar asiduamente de las sobremesas helenas. Y aunque de inicio las tomasen de postre, pronto descubrieron que apetecían mucho más como aperitivo… y también que darles un par de vueltecicas en la parrilla disminuía considerablemente el riesgo de pillar una intoxicación del carajo.
Y vale la pena imitar a los romanos/copiar a los griegos e incluirlas en nuestra mesa, ¡que las ostras son una bomba de hierro y de zinc! Y aunque a día de hoy tengamos frigoríficos milagrosos y pescateros bienintencionados, ante la duda (léase «si desprenden un olor fuerte al abrirlas»), mejor tirar de huevos duros.
Ante la semi-duda (léase «si no sabemos fehacientemente que son dolorosamente frescas»), mejor copiar a nuestros amados clásicos y pasarlas por la plancha. Y he aquí su «receta»: abrir las ostras, comprobar que huelen (solo) ligeramente a mar y siguen bien remojaditas, retirarlas de su concha con cierto cariño y darles una vueltecica en la plancha con un hilillo de aceite de oliva para asustarlas.
Recién hechas con un pelín de sal, pimienta y zumo de limón quedan sublimes. Y en un minuto las tienes inofensivamente listas, manifestamente clasicorras y tan convenientemente plagiadas… como la historia del nacimiento de Venus, la eterna diosa romana del amor. Curiosamente, también fue igualico al de Afrodita, su antecesora griega.
La chicuela vino al mundo a partir de los genitales del dios Urano, que su amable y cariñoso hijo Saturno cortó y arrojó al mar. El feliz momento se suele representar con la bellísima Venus/Afrodita ya crecidita emergiendo de una enorme concha junto a la playa. Y aunque sea la eterna olvidada en esta historia, yo siempre pensé que la dueña de la concha no vería el momento de librarse de su hermosísima pero incómoda okupa.