Pero qué hallazgo eso del ajo negro… Es una de esas joyas cuya existencia merecería ser conmemorada periódicamente con un día festivo en homenaje a sus virtudes (que caería siempre entre semana). Las calles se engalanarían con aromáticas ristras gigantes y habría desfiles, bailes y abrazos multitudinarios (que no concluirían en epidémicos contagios gripales porque los virus huirían despavoridos).
Y todos nos querríamos mucho mientras promovemos una salud de hierro degustando este delicado manjar… sin comprometer el confort de la concurrencia vecina con (un sanísimo pero poco tentador) aliento a ajo¹ 😊
(1). Y es que el ajo negro tiene la ventaja de mantener las infinitas propiedades saludables (anticancerígenas, antiinflamatorias, antibióticas, inmunoestimulantes y antioxidantes) de su níveo papá, pero suavizando considerablemente su sabor (y «regustillo aromático» posterior).
Así que, si el huevo de por sí ya es un auténtico regalo de la naturaleza, con el toquecillo de ajo negro elevamos su poder nutricional (y sabrosura) a la enésima potencia. De hecho, me atrevería a decir que el ajo negro es perfectamente capaz de sustituir (con éxito) a la prohibitiva trufa en épocas de desafío económico.
Si no lo habéis probado, os recomiendo encarecidamente que lo hagáis. Es increíblemente sabroso (con un poquito basta y sobra para aromatizar y antioxidar notablemente) y tiene un delicioso sabor tostado y dulzón. Y lo cierto es que combina divinamente con los huevos, tanto fritos, como duros, en tortilla, revueltos o de cualquier manera que se os pueda ocurrir.
Me permito asumir que todos sabéis freír un par de huevos, así que mi labor se limitará a recomendar acompañarlos con unas extremadamente sabrosas «no-patatas» fritas de alcachofa y coronarlos con un pelín de sal y el soberbio ajo negro picadito. Y ya podréis deleitaros en esta portentosa exquisitez sabiendo que no solo estáis disfrutando de un manjar, sino también ayudando a las incansables tropas de vuestro sistema inmune en sus infinitos quehaceres diarios.