Para aquellos a quien también haya invadido alguna vez la inquietud de morder una nube, hoy traigo una dulce exquisitez nacida en las Antípodas (que además os ahorrará el engorro y la hipotermia de llegar hasta la nube en cuestión, total para comprobar que es solo un cúmulo de gotas de agua gélidas y muy poco sabrosas). He aquí mi humilde homenaje al país de la nube blanca (y el kiwi), la bellísima pavlova low carb.
Se llama así en honor a Anna Pávlova, una bailarina rusa de principios del s. XX a quien el pastelero neozelandés que la creó, un amante del ballet, quiso agasajar. Es sencillísima, pero queda soberbia. De hecho, no es más que una base de merengue con una cobertura de nata montada y frutas frescas. Así que también es muy fácil de hacer. Solo requiere, eso sí, mucha paciencia y cierta capacidad de autocontrol. La paciencia la necesitas para el merengue, porque es una de esas cosas fáciles pero que requiere decenios de horno a baja temperatura. Y el autocontrol es recomendable para resistir la tentación de colocar la nata sobre la base antes de hora (y que aun así siga quedando algo con qué cubrir la tarta cuando sea menester).
Apenas 100g de nata (35% materia grasa) montada (con un pelín de edulcorante opcional) y un puñado de bayas bastarán para coronar una pavlova de palmo. Y para el merengue de esta en particular, que era del tamaño perfecto para 4 afortunados mordedores de nube (alegremente secos y calentitos), han caído:
- 2 claras (a temperatura ambiente e idealmente viejunas)
- edulcorante al gusto (yo le he echado una cucharadita de xylitol)
- 1 cucharadita de harina de konjac
- una cucharada de zumo de limón
El konjac lo añado para imitar la textura que aportan el almidón de maíz y el azúcar al merengue. Sin él también queda «merengue», pero con la textura un pelín menos «seca» y más «nube», de las que venden como chuchería. Así que omitirlo muy grave no es.
Y me limito a batir las claras con un puntito de sal a punto de nieve. Cuando ya casi están, les añado el resto de ingredientes y acabo de batir. En pocos segundos se obtiene un merengue denso pero etéreo, que se puede colocar alegremente en una placa para horno (idealmente sobre un papel sulfurizado o se pegará cosa mala). Verás que es muy manejable, puedes darle forma con una cuchara alegremente. No te mates mucho, que aunque conserve la forma durante la cocción, luego lo tapamos. Y al horno con ello. Tiene que estar a temperatura súper baja, incluso hay quien recomienda dejar la puerta un poco abierta. Yo lo dejo con la puerta cerrada, en la parte medio-baja, apenas a 90ºC. Tardará más o menos según lo húmedas que estén las claras (de ahí a que sean preferiblemente viejunas, que tienen menos agua) y del horno en particular. Estas de hoy han estado tranquilamente 3 horas. Otras veces con 2 horas basta. La idea es que se deshidraten despacito. De ahí que se necesite paciencia, sí.
Y una vez decidas que tu merengue está más que listo para ser liberado, solo tienes que dejarlo por ahí (fuera de la nevera) hasta el feliz momento de servirlo. La gracia del postre es que la base está crujiente por fuera y suave por dentro. Si le colocamos la nata encima con demasiada antelación, la base se humedecerá. Estará buenísima igual, pero la textura no será la misma.
Mi humilde consejo es batir la nata (edulcorada o no, pero bien fría, eso sí) y dejarla a buen recaudo en la nevera dentro de una manga pastelera. Y una vez llamados a filas los afortunados comedores de nube, colocar encima la nata y cubrirla con las frutillas de rigor. En un minuto está hecho y merece la pena.
La verdad es que el neozelandés amante del ballet creó una rotunda delicia. Apuesto a que le inspiró esa nube blanca que dicen siempre reina impertérrita sobre el cielo del país del kiwi. Ojalá la pueda contemplar in situ algún día. Aunque doy por saciado mi afán por saborearla (y el viajecillo a las alturas para lamer aire mojado y gélido casi que me lo ahorro también).
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