Confieso que yo también entro en modo catatonia y me sumerjo en mi propio síndrome de Stendhal ante un mar de trigo dorado ondeando al son de una brisa veraniega, pero, como todos aprendemos antes o después (a menudo a base de collejas), la belleza no lo es todo. Así que, ahora que por fin me liberé de mi adicción y de mi barriga triguera…
Para mí: sin trigo, gracias.
He aquí un libro claro, conciso y apto para mentes poco inquietas que debería ser de lectura obligada en la escuela (sin perjuicio de los clásicos) y no las chorradas supinas que me hicieron leer. El Dr. William Davis es un cardiólogo norteamericano que a día de hoy está aliviando sintomatologías típicamente asociadas a enfermedades cardiovasculares (y de paso a decenas de enfermedades de origen inflamatorio) con meros cambios en la dieta de sus pacientes.
Y es que el ser humano no está biológicamente preparado para digerir gluten (a pesar de lo que afirmen algunos titulares alarmistas sobre la necesidad de consumirlo so pena de excomunión), tal como rigurosamente detalla mi admirado Dr. Fasano. Y parece que ni médicos ni nutricionistas lo saben.
En este libro, Davis expone con todo lujo de detalle pero de manera asequible el origen del trigo que consumimos hoy en día (lo que sí debería causar alarma y titulares en primera página), así como la miríada de efectos adversos que acarrea su consumo reiterado:
- es tóxico (causa permeabilidad intestinal, provocando a su vez un dominó de auténtico caos autoinmune);
- es adictivo (sus exorfinas activan receptores opiáceos cerebrales);
- nos hace sordos al efecto de la leptina, la hormona de la saciedad;
- nos engorda (tiene mayor índice glucémico que el azúcar – sí, el integral también, por lo que los altibajos de glucosa en sangre y los subsiguientes picos de insulina son incluso mayores);
- no podemos digerirlo (carecemos de enzimas que puedan descomponer el gluten en aminoácidos utilizables), por lo que la densidad de nutrientes que nos aporta (glucosa aparte) es poco menos que nula.
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Resumiendo: somos adictos a una sustancia que no nos nutre, nos daña el epitelio intestinal provocando inflamación y caos autoinmune y nos da hambre en lugar de saciarnos. Eso sí, nos encanta (lo que doy fe dificulta mucho la labor divulgadora)… pero este libro tiene el potencial de ejercer a modo de arma arrojadiza para romper reticencias (después de leerlo, a poco que te quieras un poquito, cambiarás la manera con la que miras ese pan de cada día).
A mí tampoco me gustó asumir que era adicta a algo que (a pesar de ser la base manifiesta de mi alimentación), lejos de nutrirme, me perjudicaba insidiosamente, pero ignorar un hecho que no nos place, no hará que desaparezca.
Podemos esconder la cabeza bajo tierra, pero… ¿eso dónde nos deja el trasero?
Y es que además de decenas de testimonios de pacientes que han aliviado (o eliminado) todo tipo de síntomas de origen inflamatorio/autoinmune, a los escépticos os diré que este libro también incluye 15 páginas de referencias (con letra pequeñita) a cientos de artículos científicos que apoyan sus argumentos. Afortunadamente, ya ha sido traducido al castellano, lo que facilitar sobremanera regalarlo por doquier. De lectura fácil y amena, podría fácilmente convertirse en el pequeño empujón que necesitabas para liberarte de una fuente de malestar que sí puedes evitar.
La verdad es que, igual que creo que dentro de veinte años el azúcar tendrá la consideración que a día de hoy tiene el alcohol (con su «de consumo ocasional y para adultos»), auguro que la del trigo será comparable a la del tabaco actual (con su «soy malo malísimo, pero tú mismo»). ¿Vale la pena perder esos veinte años, añadiendo cada día más leña al fuego hasta que la evidencia ya sea abrumadora? A día de hoy… yo creo que no.
El mejor día para empezar a cuidarte quizás fuera hace otros 20 años, ¡pero el segundo mejor día es hoy!
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Ni el despiadado alzhéimer ni las demás demencias tienen cura todavía, pero hoy sabemos que hasta el 95% de ellas se pueden prevenir. Y, afortunadamente, también sabemos cómo.
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